viernes, 24 de junio de 2016

El hachador perdido

Mis ancestros me contaban cuando yo era niño, que existía un extraño personaje que rondaba los bosques, sobre todo en las noches silenciosas de cuaresma, acompañadas por la brisa fuerte que removía los cujisales e iluminadas por la mágica luz de luna, cuando se oía el golpe del hacha, como manifestación de su presencia en la inmensa abra del xerófilo ambiente.
Muchas eran las hipótesis que se tejían sobre la presencia del Hachador Perdido y mi inquietud era ¿porqué existía aquella presencia extraña en el bosque? ¿Por qué aquella creencia tan arraigada en el acervo popular? ¿Será que con la simpleza y la candidez también se explora en la credulidad? O tal vez es que nos hacemos caer por inocentes, para no entrar en molestos detalles. Y algunos me respondían que era un leñador que se le ocurrió ir el bosque a cortar leña un Jueves Santo, y que ese día los encantos (aposentos mágicos) de los espíritus estaban abiertos y encantaban (hechizaban) a todo el que fuese al bosque a cortar leña, en Semana Santa, es más, nuestros viejos nos prohibían picar madera para leña, so pena de ser castigados, porque nos decían que picar cualquier cosa en los “días santos” de la Semana Mayor, era como picar el cuerpo vivo de Jesucristo.
Otros decían que el creador del universo, cuando erigió los bosques y las aguas, encargó a un espíritu muy especial para cuidar los montes, los manantiales, quebradas y los animales que allí se apacentaban, y que esa era la función del Hachador Perdido, por lo que nos prohibían también, dañar el bosque, ensuciar las agua y quebradas, matar los pájaros, perseguir las mariposas y demás animalitos que conformaban el maravilloso hábitat natural, lo cual era una confabulación bastante positiva en cuanto a crear temor entre la muchachada rebelde y desordenada, lo mismo hacían con los más pequeños cuando cometían cualquier travesura le decían: ahí viene el coco ¡Carajo! Y el niño se intimidaba, también lo hacía con el diablo y hasta con los “pobres” difuntos que morían en el pueblo, cuando nos decían “tengan cuidado con las ánimas en pena”, o con la llorona, la sayona y pare de contar tantos fantasmas que sirvieron para mellar el filo de la rebeldía de los niños y adolescentes.
Una noche de cuaresma, con una esplendida luna sobre nosotros, nos encontrábamos en el patio de la casa que estaba situada en medio del abra, charlando con nuestros mayores, antes de ir a rezar el rosario, (que para nosotros era requisito obligado antes de ir a dormir), oíamos el bullicio de la brisa cuando chocaba en su retozo con las ásperas ramas de los cujíes, yabos y cauderos, que atrapaban los portentosos y erizados cardones, que tramados en la xerófila naturaleza jugaban con la fuerza del frío soplo, que se sentía en aquel momento, que servía de cortina para oír realmente el lejano golpe del Hachador Perdido, cuando uno de los mayores nos dice: “¡Oigan! … ¡aguaiten! Ya empezó a Hachador Perdido, ¿Se dan cuenta que no es cuento e´ camino? Es de verdaíta, el Hachador que por desobediente se quedó pa´ toa´ la eternidad hachando en el bosque”.
Pero aquella alerta de: “¡oigan! y ¡aguaten!” No era más que una advertencia anunciada, como amenaza para calmar nuestras malas crianzas y dispocicionerías que siempre cometen los muchachos, producto de su inquieta curiosidad, hasta la rebeldía natural que los adultos mayores, como ahora se les dice a los viejos, siempre utilizan para ahorrar mayores explicaciones, en los correctivos de sus críos.
En fin, oímos unos ecos que en efecto parecían leves golpes sobre madera, entre el bullicio del bosque con la brisa que no nos permitía saber exactamente si eran sonidos de resonancias lejanas de aquel agitado viento que traía o llevaba desde algún lugar o era la siniestra criatura espiritual “castigada” por el pecado de la desobediencia o por la expresa orden de cuidar los bellos espacios naturales, lo cierto es que nos quedó la duda y quisimos indagar más sobre el asunto, pero una vez más nuestro viejo nos dice: “¡ajá! ¿Ya oyeron? Bueno… a rezar pues…” y todos nos congregamos frente al altar del cuarto de la abuelita “Cunda” de 96 años, que le fallaba la memoria y era quien dirigía el “Santo Rosario”, que después de merodear y repetir viejas, obsoleta y cansonas oraciones pasadas de moda, al fin termina el rosario, recibimos la bendición de los viejos y de la Abuelita Cunda, que con un frasco de agua bendita, mojaba su dedo pulgar derecho, para hacernos la cruz en la frente como despedida para que cada quien fuese a su chinchorro y ahuyentar una posible presencia del diablo a quien nuestros viejos le tenían un terrible pánico, hasta el punto de afirmar que en oportunidades se habían sentido tentados por el personaje satánico, y a dormir para levantarse muy temprano a ordeñar las cabritas.
La inquietud quedó presente, la duda entre el ruido del viento, el leve eco de un golpe lejano que se perdía, no se sabía dónde, o, si era la criatura espiritual del hacha en el bosque, entonces indagamos con Venancio, el popular “Nancho”, muy aficionado a la cacería y a cortar madera en el bosque, ya que se aplicaba a labrar palos para hacer alguna rústicas piezas de carpintería, que eran más las que les quedaban descuadradas y choretas, pero tenía marcada fama de embustero, sin embargo le tratamos el tema, una tarde que lo encontramos en pleno bosque, cuando arriábamos las cabras y lo conseguimos sacando una abeja de las llamadas mavitas, que eran muy frecuentes en esos cardonales. Entonces nos dijo que sí, que era muy cierto lo del Hachador Perdido y que él en sus correrías por el bosque en cacería nocturna, varias veces se había topado con el susodicho personaje, por lo que muy animados nos apresuramos a que nos contara aquella experiencia con la extraña criatura fantasmagórica y nos dijo:
“Bueno… una noche estaba aguaitando yo en el Cerro de la Danta, que hay mucha cacería y me puse a aguatá un venao con una caramera como de doce puntas, que tenía días cebao a la orilla de la quebrá del Mapurite, llegué yo, y colgué la hamaca arriiiba, en la ramas de un curarizón que taba a la orilla de un pocito que se estaba secando, donde bebían los animales, entonces poray a la media noche siento una bullita… así como unos pasos y me dije: ¡ahí viene el venao! ¡Carajo! Y monte el chopo, ¡nojombre!, pa apagale el tiro en el codillo, y cuando lo siento cerquitiiica, como en el tronco el palo, ma jomenos, prendo la pantalla que tenía las pilas nueveciiitas, y cuando le voy a meté el tiro, lo que veo es a un hombre barbú, to escalembao, con una jacha… y diuna vez es que se le enjarca al tronco el palo ahonde toy colgao y empieza a echale jacha y jacha y jacha y jacha… - ¿Pero Nancho usted que hacía? - Yo gritaba, pero nadie me escuchaba y ¿quién me iba a escuchá en esa montaña?… Siguió echando jacha y jacha y jacha hasta que el palo se cayó... y brussss… nomás que se escuchó aquel porrazo. Y ¿Usted Que hizo? ¡Que iba hacé si me privé… y ahí mismo, cuando amaneció yo taba era loco, me perdí, quedé encalamucao, no jallaba el camino pa la casa y así duré varios días en el monte, perdío y mi mama cuando me jayó lo primero que me dijo, que ella creía que los espíritus me habían encantao, y de vainas no me morí de jambre si no fuera sío por unos guanajos que conseguí en el cerro. Toavía me acuerdo como si fuera ayer, que era en la época de agosto cuando me pasó esa mala mano”.
Cuando Nancho termina de contarnos aquel suceso, nos damos cuenta que las cabras que arriábamos se habían regado, y ya era de noche y no pudimos recogerlas, y al llegar a la casa sin las cabras, no hallábamos que argucias sacar para justificar aquella falla, por lo que proferimos recibir el regaño con calma, esa noche no hubo conversación, lo que había era malestar, porque para el día siguiente no tendríamos la leche de las cabritas, fuimos al altar rezamos, y adormir con la respectiva bendición con el agua bendita de la abuela Cunda.
Aquella narración de Nancho nos preocupó más nuestra curiosidad y José del Carmen, que lo llamábamos “Cheo” uno de los muchachos de mayor edad, nos plantea a mí y a Toñito que era menor de nosotros, que vamos al sitio de los acontecimientos contados por nuestro personaje, por lo que de inmediato planificamos el viaje e inventamos una salida hacia el cerro para hacerle una revisión a un rebaño de cabras que se habían alzado, por los lados de la quebrada del Mapurite, pero la intención era ver si en verdad el árbol que había derribado el extraño personaje del hacha, aún se podía apreciar, “Cheo era conocedor, él con nuestro tío que era su padre habían ido a cortar madera para la construcción de la casa por esos lados, y por las señales de Nancho, decía que podíamos llegar. Y un día muy de mañana después de ordeñar las cabras y desayunar con arepa de maíz pelado amanecida, suero ácido y café con leche, nos fuimos rumbo al cerro en busca del árbol caído, nos llevamos una tapara con agua amarillenta del tanque, que era la única agua potable con que contábamos en esos tiempos, dos arepas de regular tamaño, un tasajo de queso de cabra y en un descuido de la tía Chucha, tomamos por asalto la parte alta el fogón donde estaba una marusa de cocuiza bien ahumada, donde guardaban el papelón para endulzar el café y la mazamorra de harina de maíz tostado que tomábamos muy a menudo cuando nos sentábamos a charlar y a oír los cuentos de los viejos de la casa o de algunos familiares que venían por temporadas de visita. Recuerdo que tomamos un buen pedazo de papelón y nos marchamos “silbando bajito”.
Era primera vez que yo subía hacia aquel cerro, pero comenzamos a ver diferentes panorámicas de aquella zona cargada de misterios pero nos animábamos por que comenzamos a conseguir semeruco, paují y mategeas, que pronto comenzamos a degustar con entusiasmo, hasta que llegamos a la Quebrada del Mapurite y fuimos revisando los pozos donde bebían los animales silvestres y en realidad se observaban huellas frescas. Nos bañamos en un pozo donde había unas lajas y estaban unos gigantescos curaríes, llegamos a la cabecera de aquella quebrada, era ya al mediodía y resolvimos devolvernos sin siquiera encontrar algún árbol con las señales del relato de Nancho, recogimos unos semerucos, los envolvimos en nuestras camisa y por lo menos hallamos algo que llevar a casa.
Luego nos propusimos volver a interrogar a Nancho y le llegamos con el pretexto de que nos cortara el cabello, aunque era muy mal peluquero, le dijimos a Toñito que se sentara él de primero en la improvisada silla de palo. Nancho era muy malo cortando cabello, el único corte que sabía hacer era el corte “totuma”, y Toñito quedó bien raro pero como no había espejo no importaba, no le dijimos nada, y a medida que comienza Nacho con su corte de pelo empezamos nosotros, directo al grano y, de una vez le dijimos: ¿cómo es la broma del palo que tumbó el hachador que era tan alto y usted no le pasó nada? Y contestó un poco airado y dice: “¿Y a ustedes les parece que no me pasó nada? ¿Y los días que duré loco y perdío en el monte? que si no ha sío por mi mama, que me encontró toabía tuviera encantao y quién sabe qué fueran hecho los espíritus con migo”.
¿Pero y el palo dónde está caído? - le preguntamos con afán- “Muchachos, el palo no se cayó, yo fui después a ver, pero estaba en pie, no se cayó, fue una semejanza del Jachador Perdío, como un castigo que me quiso poné, pa que no siguiera cazando poray, porque eso es malo estar matando los animalitos del monte, los espíritus castigan a uno”.
Pero Nancho con tono de enfado de repente trata de cortar aquella interpelación, grita: ¡Pero bueno, siéntese el otro que ya este ta peluquiao!” - Cheo y yo, nos miramos, y le miramos el corte “totuma” a Toñito, José del Carmen no aguantó y soltó una carcajada y Nancho enfadado nos dice: “¡Si vinieron a burlarse mío, se me van, y no los quiero volver a ver por aquí!” - Ahí si tuve que soltar también las carcajadas, ya Nancho nos había descubierto y nos fuimos.
Después de aquella interpelación burlesca de parte de nosotros hacia Nancho, no volvimos a darle importancia al tema de Hachador Perdido. Siempre se oía en el bullicio de la brisa en las noches, el sordo eco misterioso, como para recordarnos que allí estaba presente aquel misterioso personaje de la imaginación popular que no era más que folclore, o mejor dicho una tradición oral que se extendía desde tiempos ancestrales que se fundaba en una superstición colectiva.
Pasó el tiempo, las cosas comenzaron a cambiar, la sequía se acentuó, los animales comenzaron a morir por la falta de agua y hiervas, las familias comienzan a emigrar, el cambio climático se manifiesta en forma negativa. Ya quedaban pocas familias, los últimos en irse fueron los padres de Toñito hacia la ciudad de Coro y los de José del Carmen ya se habían ido mucho antes hacia el Estado Zulia, buscando la cercanía del chorro negro del prometedor, “estiércol del diablo”, para imbricarse en el marasmo de las ilusas esperanzas citadinas.
A partir de aquel entonces me quedé allí, con muy pocos familiares, como sosteniendo aquella estampa que se veía deformar cada día, pero en el fondo de toda aquella llanada todavía se oían los “golpes sobre los troncos” en la nocturnal nostalgia, bajo la mirada mágica de la luna, con su presencia viajera, iluminando senderos de presagios imprecisos.
Llegó el momento en que también tuve que despedirme, de aquella linda tierra. No tenía opción, me fui también a la ciudad a reunirme con los míos, anduve un tiempo con Cheo, después me separé de ellos a Toñito no lo volví a ver. Me fui, la ciudad no me gusta, no hay libertad, la ciudad me parecía fea, no quise mullirme en ella, como tampoco en la soledad de la llanada.
Después de prestar mi Servicio Militar “Obligatorio para los pobres”, resuelvo volver al campo, pero ya todo había cambiado no era igual nuestros viejos ya habían muerto y los que no, se habían ido a otros lugares, voy como a reencontrarme allí, pero las casas estaban solas, eran unos pueblos tristes, donde apenas vivían algunas persona, allí estaba mi prima Francisca que se dedicaba a la cría de cabras, y al preguntarle por Nancho, me dice: “Ahí está Nancho, sólo y triste desde que murió doña Viviana, sigue trabajando en el monte, cortando madera, leña y viviendo muy mal, más se la pasa en el monte que en la casa”, cuando oí aquel corto relato de mi prima sentí como un golpe en el alma, presentí que Nancho estaba mal y me dispuse ir a saludarlo.
Era ya en la tarde, se observan raudas nubes crepusculares, que marcan en el horizonte un paisaje sideral de muros opacos, como lienzos entre una leve nubosidad de puntos amarillentos y rojizos, que van deshilachando y desteñidos por entre una estela con textura humeante propia de la época de sequía, como las señas de un ocaso de esperanzas e ilusiones. Sobre las mesetas se aprecia el brillo del “sol de los venados”. Voy recordando mis tiempos de niño, hasta llegar a la casa de Nancho. La vieja puerta de madera ruñida, por las mecas malcriadas de doña Viviana, estaba cerrada, reinaba un silencio que me hacía vibrar en mi mente la presencia exhausta de Nancho sudoroso, con el rostro mugre por la insolación diaria en aquella recia tierra.
Parecía como si allí no viviera nadie, más bien se percibía aquel recinto como un aposento extraterreno. El patio estaba limpio, era barrido por la fuerte brisa que no cesaba ni de día ni de noche. El corral estaba vacío, una cabrita flaca, se apreciaba erizada de tunas con un grito lastimero y sin eco, en aquel atardecer velado por la fuerte brisa que se traía el ulular, el sonido característico del golpe del Hachador Perdido.
Calculé el sitio del hachador y seguí los golpes. Caminé por una angosta vereda obstruida por las tunas, lo que daba la impresión de no haber sido transitada desde hacía tiempo por ser humano alguno, buscaba huellas humanas: las de Nancho, pero ni las mías era posible distinguirlas, era tan fuerte la brisa que no daba tiempo a plantar el dibujo de las huellas. Me ardían los ojos, mi rostro era golpeado por las partículas de arena que arrasaba el viento. No oí más el golpe del hacha, empezaba a oscurecerse, pero yo seguí la vereda, quería llegar hasta el sitio calculado antes de que oscureciera, aunque en el Oriente ya se percibía la salida de la luna.
Pero de pronto allá, hacia la orilla del barranco de una quebrada veo emerger una figura que se aproxima hacia mi encuentro. Todavía la oscuridad no obstaculizaba mi visibilidad y pude darme cuenta que era la silueta de un hombre barbudo vestido en harapos, con pasos lentos, pero sin detenerse como si no hubiese detectado mi presencia. Ambos nos aproximamos, y pude darme cuenta que traía un hacha sobre el hombro izquierdo. No había opción en aquel extraño encuentro, la vereda era muy angosta ladeada por panales de erizadas tunas, no había espacio para desechar, ni para basilar, siquiera en el encuentro. Entonces detengo mis pasos ante aquella figura humana, que avanza hacia mí, como si me ignorara y con firmeza le inquiero: ¡Amigo! - Pero sin dar tiempo, me responde con inmediatez sólida y sin basilar: “el ratón del queso”. Ambos sin dar un paso en aquel estrecho espacio ya avanzada la oscuridad, le respondo: ¡Caramba Nancho! Tú con tus refranes, ¿te acuerdas de mí? Me miró de arriba abajo con una mirada triste y sombría diciéndome, que vienes a hacer en esta tierra… ¿quieres que te trague? ¿Quieres que estos montes, estas tunas, esta resequedad te liquide, como ha liquidado a tantos que tú conociste y ahora me castiga a mí? No te lo mereces. Esta tierra se traga a la gente, se tragó a mi mama, se tragó tus viejos, tienes tiempo de escapar, no vuelvas… vete”.
Nancho me sorprendió con aquellas reflexiones tan profundas y encausadas, y lo convido a que sigamos hasta la casa. Y así seguimos, ambos en silencio hasta llegar, yo iba delante, y por mi mente cruzaban tantos recuerdos y tantas cosas se me presentaban en mi interior, al recordar las palabras que Nancho me terminaba de decir con tanto acento, con tanta obsesión, que me parecía más bien un ultimátum retorico.
Llegamos a la vieja casa, que recuerdo las paredes eran de barro sostenido por tablillas de cardón y el techo era de hacho. En aquel ambiente se percibía una quietud sepulcral, ya era de noche y la luna comenzaba a alumbrar. Nos sentamos en el patio sobre unos maderos atravesados que Nancho había cortado, mientras respira profundo, dando muestras de intenso cansancio y comienza a hablar como sonámbulo: “Mi mama me dejó sólo… se la tragó la tierra… que broma me llevé yo”.
Ante aquella pacimornía delirante yo le dije: Nancho pero tú ¿por qué no sales de esta tierra antes que te atrape? - Por lo que me respondió: “no te das cuenta que ya es tarde… estoy atrapao, soy parte de ese bosque… aquí muero y la tierra me tragará como a los demás”.
Recordé que en mi pequeño morral llevaba una papeleta de café y se la ofrecí; la tomo, se levanto fue al fogón, atizó el guardacandela que conservaba el fuego y lo encendió y puso una ollita mugre de tizne a hervir el café que luego endulzó con miel de mavita, cuando me dice con voz opaca “ya ni miel se consigue en el monte y el papelón ta muy caro” tomó dos totumitas y las llenó de café, las tomamos y observé en Nancho que se recuperaba un poco de su fatiga, y salió al patio, caminó, miró la luna y dijo “hay buena luna como pa di a jachar leña y madera… en el día el sol hace muy caliente y ajelea a uno”, entonces le inquirí con cierto ademan de chanza y la dije: Nancho y el Hachador Perdido?, Nancho hizo un gesto como a reírse y me dice: “ese jachador perdío ahora soy yo… las cosas han cambiao… soy yo el que me ocupo de picá cuando la luna tá clara como día”.
Dicho esto me despido de Nancho con un apretón de mano. La mano de Nancho era áspera y fuerte a pesar de su debilidad física que mostraba su rostro, y como encarándome ante la vida me advierte: “andá vete muchacho… tienes toda la vida. A yo, solamente me queda la jacha”.
Di, mí frente a la luna y marché hacia la vieja casa de torta donde pasé gran parte de mi adolescencia, donde soñé lo que en esta tierra jamás iba a encontrar.
En el trayecto a la casa no pude apartar de mi mente aquella figura espectral de Nancho y de aquellas palabras de advertencia y sentencia, mientras el cielo se despejaba y la luminaria de la luna se hacía más clara, pudiendo observar que el paisaje que yo había conocido en mi infancia ya no era el mismo, se veían los fornidos árboles en pie, que había muerto y se hacía ver como gigantescos fantasmas que la luz de la luna les hacía crecer su sombra de árbol esquelético.
Al llegar a la vieja casa entré al desarreglado cuarto, oscuro que despedía un olor ocre, donde temprano había colgado mi hamaca, la desplegué, y me recosté, pero en mi mente seguían latentes aquellas palabras de Nancho. No pude conciliar el sueño y decidí entonces no dormir, me levanto, descuelgo la hamaca y tomo mi morral y me marcho en compañía de la luna, los luceros y el canto de los grillos, sentía que los cardones, los cujíes, los yabos, los cauderos, de mi, en silencio me despedían, y así caminé toda la noche y cuando sería alrededor de las 5 todavía con la presencia de la luna sobre el horizonte occidental percibí la llama de un fogón que se podía percibir por entre las ranuras del palo a pique de una cocina, a la que se me ocurrió acercarme un procura de un sorbo de café, pero cuando trato de hacerme presente, una señora que estaba ante aquel fogón, salió del recinto exclamando: “¡Ave María Purísima! Todavía andan sueltos los demonios a estas horas”, por lo que tuve que desistir de la idea y continuar camino velozmente, para no despertar malas expectativas. Pues es de entender que nuestra tierra venezolana está preñada de mitos fantasmales que se han hecho dueños de la mentalidad supersticiosa de nuestra gente-
Desde hace cuarenta años no he vuelto por esas tierras de Dios. Después supe de la muerte de Nancho, “se lo tragó la tierra”, como él lo presentía. No supe más de los muchachos: Toñito y José del Carmen los absorbió el marasmo de la ciudad.
Después me encontré por casualidad con mi prima Francisca, ahora no recuerdo donde, no pudimos conversar nada, sólo nos saludamos y por chiste le dije: prima deme razón del Hachador Perdido, a lo que me contestó: “aunque usted no lo crea todavía sigue picando” –claro le dije- es Nancho que sigue picando en el bosque.

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