Mis ancestros me
contaban cuando yo era niño, que existía un extraño personaje que rondaba los
bosques, sobre todo en las noches silenciosas de cuaresma, acompañadas por la
brisa fuerte que removía los cujisales e iluminadas por la mágica luz de luna,
cuando se oía el golpe del hacha, como manifestación de su presencia en la
inmensa abra del xerófilo ambiente.
Muchas eran las
hipótesis que se tejían sobre la presencia del Hachador Perdido y mi inquietud
era ¿porqué existía aquella presencia extraña en el bosque? ¿Por qué aquella
creencia tan arraigada en el acervo popular? ¿Será que con la simpleza y la
candidez también se explora en la credulidad? O tal vez es que nos hacemos caer
por inocentes, para no entrar en molestos detalles. Y algunos me respondían que
era un leñador que se le ocurrió ir el bosque a cortar leña un Jueves Santo, y
que ese día los encantos (aposentos mágicos) de los espíritus estaban abiertos
y encantaban (hechizaban) a todo el que fuese al bosque a cortar leña, en
Semana Santa, es más, nuestros viejos nos prohibían picar madera para leña, so
pena de ser castigados, porque nos decían que picar cualquier cosa en los “días
santos” de la Semana Mayor, era como picar el cuerpo vivo de Jesucristo.
Otros decían que el
creador del universo, cuando erigió los bosques y las aguas, encargó a un
espíritu muy especial para cuidar los montes, los manantiales, quebradas y los
animales que allí se apacentaban, y que esa era la función del Hachador
Perdido, por lo que nos prohibían también, dañar el bosque, ensuciar las agua y
quebradas, matar los pájaros, perseguir las mariposas y demás animalitos que
conformaban el maravilloso hábitat natural, lo cual era una confabulación
bastante positiva en cuanto a crear temor entre la muchachada rebelde y
desordenada, lo mismo hacían con los más pequeños cuando cometían cualquier
travesura le decían: ahí viene el coco ¡Carajo! Y el niño se intimidaba,
también lo hacía con el diablo y hasta con los “pobres” difuntos que morían en
el pueblo, cuando nos decían “tengan cuidado con las ánimas en pena”, o con la
llorona, la sayona y pare de contar tantos fantasmas que sirvieron para mellar
el filo de la rebeldía de los niños y adolescentes.
Una noche de cuaresma,
con una esplendida luna sobre nosotros, nos encontrábamos en el patio de la
casa que estaba situada en medio del abra, charlando con nuestros mayores,
antes de ir a rezar el rosario, (que para nosotros era requisito obligado antes
de ir a dormir), oíamos el bullicio de la brisa cuando chocaba en su retozo con
las ásperas ramas de los cujíes, yabos y cauderos, que atrapaban los
portentosos y erizados cardones, que tramados en la xerófila naturaleza jugaban
con la fuerza del frío soplo, que se sentía en aquel momento, que servía de
cortina para oír realmente el lejano golpe del Hachador Perdido, cuando uno de
los mayores nos dice: “¡Oigan! … ¡aguaiten! Ya empezó a Hachador Perdido, ¿Se
dan cuenta que no es cuento e´ camino? Es de verdaíta, el Hachador que por
desobediente se quedó pa´ toa´ la eternidad hachando en el bosque”.
Pero aquella alerta de:
“¡oigan! y ¡aguaten!” No era más que una advertencia anunciada, como amenaza para
calmar nuestras malas crianzas y dispocicionerías que siempre cometen los
muchachos, producto de su inquieta curiosidad, hasta la rebeldía natural que
los adultos mayores, como ahora se les dice a los viejos, siempre utilizan para
ahorrar mayores explicaciones, en los correctivos de sus críos.
En fin, oímos unos ecos
que en efecto parecían leves golpes sobre madera, entre el bullicio del bosque
con la brisa que no nos permitía saber exactamente si eran sonidos de
resonancias lejanas de aquel agitado viento que traía o llevaba desde algún
lugar o era la siniestra criatura espiritual “castigada” por el pecado de la
desobediencia o por la expresa orden de cuidar los bellos espacios naturales,
lo cierto es que nos quedó la duda y quisimos indagar más sobre el asunto, pero
una vez más nuestro viejo nos dice: “¡ajá! ¿Ya oyeron? Bueno… a rezar pues…” y
todos nos congregamos frente al altar del cuarto de la abuelita “Cunda” de 96
años, que le fallaba la memoria y era quien dirigía el “Santo Rosario”, que
después de merodear y repetir viejas, obsoleta y cansonas oraciones pasadas de
moda, al fin termina el rosario, recibimos la bendición de los viejos y de la
Abuelita Cunda, que con un frasco de agua bendita, mojaba su dedo pulgar
derecho, para hacernos la cruz en la frente como despedida para que cada quien
fuese a su chinchorro y ahuyentar una posible presencia del diablo a quien
nuestros viejos le tenían un terrible pánico, hasta el punto de afirmar que en
oportunidades se habían sentido tentados por el personaje satánico, y a dormir
para levantarse muy temprano a ordeñar las cabritas.
La inquietud quedó
presente, la duda entre el ruido del viento, el leve eco de un golpe lejano que
se perdía, no se sabía dónde, o, si era la criatura espiritual del hacha en el
bosque, entonces indagamos con Venancio, el popular “Nancho”, muy aficionado a
la cacería y a cortar madera en el bosque, ya que se aplicaba a labrar palos
para hacer alguna rústicas piezas de carpintería, que eran más las que les
quedaban descuadradas y choretas, pero tenía marcada fama de embustero, sin
embargo le tratamos el tema, una tarde que lo encontramos en pleno bosque,
cuando arriábamos las cabras y lo conseguimos sacando una abeja de las llamadas
mavitas, que eran muy frecuentes en esos cardonales. Entonces nos dijo que sí,
que era muy cierto lo del Hachador Perdido y que él en sus correrías por el
bosque en cacería nocturna, varias veces se había topado con el susodicho
personaje, por lo que muy animados nos apresuramos a que nos contara aquella experiencia
con la extraña criatura fantasmagórica y nos dijo:
“Bueno… una noche
estaba aguaitando yo en el Cerro de la Danta, que hay mucha cacería y me puse a
aguatá un venao con una caramera como de doce puntas, que tenía días cebao a la
orilla de la quebrá del Mapurite, llegué yo, y colgué la hamaca arriiiba, en la
ramas de un curarizón que taba a la orilla de un pocito que se estaba secando,
donde bebían los animales, entonces poray a la media noche siento una bullita…
así como unos pasos y me dije: ¡ahí viene el venao! ¡Carajo! Y monte el chopo,
¡nojombre!, pa apagale el tiro en el codillo, y cuando lo siento cerquitiiica,
como en el tronco el palo, ma jomenos, prendo la pantalla que tenía las pilas
nueveciiitas, y cuando le voy a meté el tiro, lo que veo es a un hombre barbú,
to escalembao, con una jacha… y diuna vez es que se le enjarca al tronco el
palo ahonde toy colgao y empieza a echale jacha y jacha y jacha y jacha… -
¿Pero Nancho usted que hacía? - Yo gritaba, pero nadie me escuchaba y ¿quién me
iba a escuchá en esa montaña?… Siguió echando jacha y jacha y jacha hasta que
el palo se cayó... y brussss… nomás que se escuchó aquel porrazo. Y ¿Usted Que
hizo? ¡Que iba hacé si me privé… y ahí mismo, cuando amaneció yo taba era loco,
me perdí, quedé encalamucao, no jallaba el camino pa la casa y así duré varios
días en el monte, perdío y mi mama cuando me jayó lo primero que me dijo, que
ella creía que los espíritus me habían encantao, y de vainas no me morí de
jambre si no fuera sío por unos guanajos que conseguí en el cerro. Toavía me
acuerdo como si fuera ayer, que era en la época de agosto cuando me pasó esa
mala mano”.
Cuando Nancho termina
de contarnos aquel suceso, nos damos cuenta que las cabras que arriábamos se
habían regado, y ya era de noche y no pudimos recogerlas, y al llegar a la casa
sin las cabras, no hallábamos que argucias sacar para justificar aquella falla,
por lo que proferimos recibir el regaño con calma, esa noche no hubo
conversación, lo que había era malestar, porque para el día siguiente no
tendríamos la leche de las cabritas, fuimos al altar rezamos, y adormir con la
respectiva bendición con el agua bendita de la abuela Cunda.
Aquella narración de
Nancho nos preocupó más nuestra curiosidad y José del Carmen, que lo llamábamos
“Cheo” uno de los muchachos de mayor edad, nos plantea a mí y a Toñito que era
menor de nosotros, que vamos al sitio de los acontecimientos contados por
nuestro personaje, por lo que de inmediato planificamos el viaje e inventamos
una salida hacia el cerro para hacerle una revisión a un rebaño de cabras que
se habían alzado, por los lados de la quebrada del Mapurite, pero la intención
era ver si en verdad el árbol que había derribado el extraño personaje del
hacha, aún se podía apreciar, “Cheo era conocedor, él con nuestro tío que era
su padre habían ido a cortar madera para la construcción de la casa por esos
lados, y por las señales de Nancho, decía que podíamos llegar. Y un día muy de
mañana después de ordeñar las cabras y desayunar con arepa de maíz pelado amanecida,
suero ácido y café con leche, nos fuimos rumbo al cerro en busca del árbol
caído, nos llevamos una tapara con agua amarillenta del tanque, que era la
única agua potable con que contábamos en esos tiempos, dos arepas de regular
tamaño, un tasajo de queso de cabra y en un descuido de la tía Chucha, tomamos
por asalto la parte alta el fogón donde estaba una marusa de cocuiza bien
ahumada, donde guardaban el papelón para endulzar el café y la mazamorra de
harina de maíz tostado que tomábamos muy a menudo cuando nos sentábamos a
charlar y a oír los cuentos de los viejos de la casa o de algunos familiares
que venían por temporadas de visita. Recuerdo que tomamos un buen pedazo de
papelón y nos marchamos “silbando bajito”.
Era primera vez que yo
subía hacia aquel cerro, pero comenzamos a ver diferentes panorámicas de
aquella zona cargada de misterios pero nos animábamos por que comenzamos a
conseguir semeruco, paují y mategeas, que pronto comenzamos a degustar con
entusiasmo, hasta que llegamos a la Quebrada del Mapurite y fuimos revisando
los pozos donde bebían los animales silvestres y en realidad se observaban
huellas frescas. Nos bañamos en un pozo donde había unas lajas y estaban unos
gigantescos curaríes, llegamos a la cabecera de aquella quebrada, era ya al
mediodía y resolvimos devolvernos sin siquiera encontrar algún árbol con las
señales del relato de Nancho, recogimos unos semerucos, los envolvimos en
nuestras camisa y por lo menos hallamos algo que llevar a casa.
Luego nos propusimos
volver a interrogar a Nancho y le llegamos con el pretexto de que nos cortara
el cabello, aunque era muy mal peluquero, le dijimos a Toñito que se sentara él
de primero en la improvisada silla de palo. Nancho era muy malo cortando
cabello, el único corte que sabía hacer era el corte “totuma”, y Toñito quedó
bien raro pero como no había espejo no importaba, no le dijimos nada, y a
medida que comienza Nacho con su corte de pelo empezamos nosotros, directo al
grano y, de una vez le dijimos: ¿cómo es la broma del palo que tumbó el
hachador que era tan alto y usted no le pasó nada? Y contestó un poco airado y
dice: “¿Y a ustedes les parece que no me pasó nada? ¿Y los días que duré loco y
perdío en el monte? que si no ha sío por mi mama, que me encontró toabía
tuviera encantao y quién sabe qué fueran hecho los espíritus con migo”.
¿Pero y el palo dónde
está caído? - le preguntamos con afán- “Muchachos, el palo no se cayó, yo fui
después a ver, pero estaba en pie, no se cayó, fue una semejanza del Jachador
Perdío, como un castigo que me quiso poné, pa que no siguiera cazando poray,
porque eso es malo estar matando los animalitos del monte, los espíritus
castigan a uno”.
Pero Nancho con tono de
enfado de repente trata de cortar aquella interpelación, grita: ¡Pero bueno,
siéntese el otro que ya este ta peluquiao!” - Cheo y yo, nos miramos, y le
miramos el corte “totuma” a Toñito, José del Carmen no aguantó y soltó una
carcajada y Nancho enfadado nos dice: “¡Si vinieron a burlarse mío, se me van,
y no los quiero volver a ver por aquí!” - Ahí si tuve que soltar también las
carcajadas, ya Nancho nos había descubierto y nos fuimos.
Después de aquella
interpelación burlesca de parte de nosotros hacia Nancho, no volvimos a darle
importancia al tema de Hachador Perdido. Siempre se oía en el bullicio de la
brisa en las noches, el sordo eco misterioso, como para recordarnos que allí
estaba presente aquel misterioso personaje de la imaginación popular que no era
más que folclore, o mejor dicho una tradición oral que se extendía desde
tiempos ancestrales que se fundaba en una superstición colectiva.
Pasó el tiempo, las
cosas comenzaron a cambiar, la sequía se acentuó, los animales comenzaron a
morir por la falta de agua y hiervas, las familias comienzan a emigrar, el
cambio climático se manifiesta en forma negativa. Ya quedaban pocas familias,
los últimos en irse fueron los padres de Toñito hacia la ciudad de Coro y los
de José del Carmen ya se habían ido mucho antes hacia el Estado Zulia, buscando
la cercanía del chorro negro del prometedor, “estiércol del diablo”, para
imbricarse en el marasmo de las ilusas esperanzas citadinas.
A partir de aquel
entonces me quedé allí, con muy pocos familiares, como sosteniendo aquella
estampa que se veía deformar cada día, pero en el fondo de toda aquella llanada
todavía se oían los “golpes sobre los troncos” en la nocturnal nostalgia, bajo
la mirada mágica de la luna, con su presencia viajera, iluminando senderos de
presagios imprecisos.
Llegó el momento en que
también tuve que despedirme, de aquella linda tierra. No tenía opción, me fui
también a la ciudad a reunirme con los míos, anduve un tiempo con Cheo, después
me separé de ellos a Toñito no lo volví a ver. Me fui, la ciudad no me gusta,
no hay libertad, la ciudad me parecía fea, no quise mullirme en ella, como
tampoco en la soledad de la llanada.
Después de prestar mi
Servicio Militar “Obligatorio para los pobres”, resuelvo volver al campo, pero
ya todo había cambiado no era igual nuestros viejos ya habían muerto y los que
no, se habían ido a otros lugares, voy como a reencontrarme allí, pero las
casas estaban solas, eran unos pueblos tristes, donde apenas vivían algunas
persona, allí estaba mi prima Francisca que se dedicaba a la cría de cabras, y
al preguntarle por Nancho, me dice: “Ahí está Nancho, sólo y triste desde que
murió doña Viviana, sigue trabajando en el monte, cortando madera, leña y
viviendo muy mal, más se la pasa en el monte que en la casa”, cuando oí aquel
corto relato de mi prima sentí como un golpe en el alma, presentí que Nancho
estaba mal y me dispuse ir a saludarlo.
Era ya en la tarde, se
observan raudas nubes crepusculares, que marcan en el horizonte un paisaje
sideral de muros opacos, como lienzos entre una leve nubosidad de puntos
amarillentos y rojizos, que van deshilachando y desteñidos por entre una estela
con textura humeante propia de la época de sequía, como las señas de un ocaso
de esperanzas e ilusiones. Sobre las mesetas se aprecia el brillo del “sol de
los venados”. Voy recordando mis tiempos de niño, hasta llegar a la casa de
Nancho. La vieja puerta de madera ruñida, por las mecas malcriadas de doña
Viviana, estaba cerrada, reinaba un silencio que me hacía vibrar en mi mente la
presencia exhausta de Nancho sudoroso, con el rostro mugre por la insolación
diaria en aquella recia tierra.
Parecía como si allí no
viviera nadie, más bien se percibía aquel recinto como un aposento
extraterreno. El patio estaba limpio, era barrido por la fuerte brisa que no
cesaba ni de día ni de noche. El corral estaba vacío, una cabrita flaca, se apreciaba
erizada de tunas con un grito lastimero y sin eco, en aquel atardecer velado
por la fuerte brisa que se traía el ulular, el sonido característico del golpe
del Hachador Perdido.
Calculé el sitio del
hachador y seguí los golpes. Caminé por una angosta vereda obstruida por las
tunas, lo que daba la impresión de no haber sido transitada desde hacía tiempo
por ser humano alguno, buscaba huellas humanas: las de Nancho, pero ni las mías
era posible distinguirlas, era tan fuerte la brisa que no daba tiempo a plantar
el dibujo de las huellas. Me ardían los ojos, mi rostro era golpeado por las
partículas de arena que arrasaba el viento. No oí más el golpe del hacha,
empezaba a oscurecerse, pero yo seguí la vereda, quería llegar hasta el sitio
calculado antes de que oscureciera, aunque en el Oriente ya se percibía la
salida de la luna.
Pero de pronto allá,
hacia la orilla del barranco de una quebrada veo emerger una figura que se
aproxima hacia mi encuentro. Todavía la oscuridad no obstaculizaba mi
visibilidad y pude darme cuenta que era la silueta de un hombre barbudo vestido
en harapos, con pasos lentos, pero sin detenerse como si no hubiese detectado
mi presencia. Ambos nos aproximamos, y pude darme cuenta que traía un hacha
sobre el hombro izquierdo. No había opción en aquel extraño encuentro, la
vereda era muy angosta ladeada por panales de erizadas tunas, no había espacio
para desechar, ni para basilar, siquiera en el encuentro. Entonces detengo mis
pasos ante aquella figura humana, que avanza hacia mí, como si me ignorara y
con firmeza le inquiero: ¡Amigo! - Pero sin dar tiempo, me responde con
inmediatez sólida y sin basilar: “el ratón del queso”. Ambos sin dar un paso en
aquel estrecho espacio ya avanzada la oscuridad, le respondo: ¡Caramba Nancho!
Tú con tus refranes, ¿te acuerdas de mí? Me miró de arriba abajo con una mirada
triste y sombría diciéndome, que vienes a hacer en esta tierra… ¿quieres que te
trague? ¿Quieres que estos montes, estas tunas, esta resequedad te liquide,
como ha liquidado a tantos que tú conociste y ahora me castiga a mí? No te lo
mereces. Esta tierra se traga a la gente, se tragó a mi mama, se tragó tus
viejos, tienes tiempo de escapar, no vuelvas… vete”.
Nancho me sorprendió
con aquellas reflexiones tan profundas y encausadas, y lo convido a que sigamos
hasta la casa. Y así seguimos, ambos en silencio hasta llegar, yo iba delante,
y por mi mente cruzaban tantos recuerdos y tantas cosas se me presentaban en mi
interior, al recordar las palabras que Nancho me terminaba de decir con tanto
acento, con tanta obsesión, que me parecía más bien un ultimátum retorico.
Llegamos a la vieja
casa, que recuerdo las paredes eran de barro sostenido por tablillas de cardón
y el techo era de hacho. En aquel ambiente se percibía una quietud sepulcral,
ya era de noche y la luna comenzaba a alumbrar. Nos sentamos en el patio sobre
unos maderos atravesados que Nancho había cortado, mientras respira profundo,
dando muestras de intenso cansancio y comienza a hablar como sonámbulo: “Mi
mama me dejó sólo… se la tragó la tierra… que broma me llevé yo”.
Ante aquella pacimornía
delirante yo le dije: Nancho pero tú ¿por qué no sales de esta tierra antes que
te atrape? - Por lo que me respondió: “no te das cuenta que ya es tarde… estoy
atrapao, soy parte de ese bosque… aquí muero y la tierra me tragará como a los
demás”.
Recordé que en mi
pequeño morral llevaba una papeleta de café y se la ofrecí; la tomo, se levanto
fue al fogón, atizó el guardacandela que conservaba el fuego y lo encendió y
puso una ollita mugre de tizne a hervir el café que luego endulzó con miel de
mavita, cuando me dice con voz opaca “ya ni miel se consigue en el monte y el
papelón ta muy caro” tomó dos totumitas y las llenó de café, las tomamos y
observé en Nancho que se recuperaba un poco de su fatiga, y salió al patio,
caminó, miró la luna y dijo “hay buena luna como pa di a jachar leña y madera…
en el día el sol hace muy caliente y ajelea a uno”, entonces le inquirí con cierto
ademan de chanza y la dije: Nancho y el Hachador Perdido?, Nancho hizo un gesto
como a reírse y me dice: “ese jachador perdío ahora soy yo… las cosas han
cambiao… soy yo el que me ocupo de picá cuando la luna tá clara como día”.
Dicho esto me despido de
Nancho con un apretón de mano. La mano de Nancho era áspera y fuerte a pesar de
su debilidad física que mostraba su rostro, y como encarándome ante la vida me
advierte: “andá vete muchacho… tienes toda la vida. A yo, solamente me queda la
jacha”.
Di, mí frente a la luna
y marché hacia la vieja casa de torta donde pasé gran parte de mi adolescencia,
donde soñé lo que en esta tierra jamás iba a encontrar.
En el trayecto a la
casa no pude apartar de mi mente aquella figura espectral de Nancho y de
aquellas palabras de advertencia y sentencia, mientras el cielo se despejaba y
la luminaria de la luna se hacía más clara, pudiendo observar que el paisaje
que yo había conocido en mi infancia ya no era el mismo, se veían los fornidos
árboles en pie, que había muerto y se hacía ver como gigantescos fantasmas que
la luz de la luna les hacía crecer su sombra de árbol esquelético.
Al llegar a la vieja
casa entré al desarreglado cuarto, oscuro que despedía un olor ocre, donde
temprano había colgado mi hamaca, la desplegué, y me recosté, pero en mi mente
seguían latentes aquellas palabras de Nancho. No pude conciliar el sueño y
decidí entonces no dormir, me levanto, descuelgo la hamaca y tomo mi morral y
me marcho en compañía de la luna, los luceros y el canto de los grillos, sentía
que los cardones, los cujíes, los yabos, los cauderos, de mi, en silencio me
despedían, y así caminé toda la noche y cuando sería alrededor de las 5 todavía
con la presencia de la luna sobre el horizonte occidental percibí la llama de
un fogón que se podía percibir por entre las ranuras del palo a pique de una
cocina, a la que se me ocurrió acercarme un procura de un sorbo de café, pero
cuando trato de hacerme presente, una señora que estaba ante aquel fogón, salió
del recinto exclamando: “¡Ave María Purísima! Todavía andan sueltos los
demonios a estas horas”, por lo que tuve que desistir de la idea y continuar
camino velozmente, para no despertar malas expectativas. Pues es de entender
que nuestra tierra venezolana está preñada de mitos fantasmales que se han
hecho dueños de la mentalidad supersticiosa de nuestra gente-
Desde hace cuarenta
años no he vuelto por esas tierras de Dios. Después supe de la muerte de
Nancho, “se lo tragó la tierra”, como él lo presentía. No supe más de los
muchachos: Toñito y José del Carmen los absorbió el marasmo de la ciudad.
Después me encontré por
casualidad con mi prima Francisca, ahora no recuerdo donde, no pudimos
conversar nada, sólo nos saludamos y por chiste le dije: prima deme razón del
Hachador Perdido, a lo que me contestó: “aunque usted no lo crea todavía sigue
picando” –claro le dije- es Nancho que sigue picando en el bosque.